Del libro ‘Buscamos refugio. Nuestra guerra son las maras’, de Patricia Simón y CEAR Madrid

Huir para salvar a tu hija de la esclavitud sexual

21 de marzo de 2019.

Por Redacción AmecoPress

Sociedad | Madrid | Derechos humanos | Libros | Feminicidio | Refugiadas



Testimonios que reflejan la guerra de las maras contra las mujeres


Madrid, 21 mar. 19. AmecoPress.- Patricia Simón, con CEAR Madrid, recogió los testimonios de personas que sufren desplazamiento forzado a causa de la violencia de las pandillas en el libro ‘Buscamos refugio. Nuestra guerra son las maras’, a cuya presentación en Madrid asistimos el pasado 27 de febrero. No queremos que estas historias sean noticia de un día. Queremos que se conozcan, queremos contribuir a visibilizar la situación de personas que sufren desplazamiento forzado a causa de la violencia de las pandillas. Hoy hablan Milagros y Jonathan. Sus testimonios son reflejo de la guerra de las maras contra las mujeres.

Milagros: “Querían obligar a ingresar en una mara a mi hija de 11 años, cuyo ritual consiste en ser violada por 13 hombres”

“Tenía mi propia casa, coche, un negocio de ropa”. Así comienza su relato Milagros, aferrándose a la vida que le empezó a arrebatar la mara Salvatrucha. La pesadilla de esta mujer salvadoreña comienza cuando su hija mayor cumplió 11 años y empezaron a presionarla para que su hija entrara en la MS13.

Solo con saber que el ritual de “ingreso” para una adolescente suele consistir en ser violada por 13 miembros de la pandilla, se entiende la decisión de Milagros de enviar a su hija con una amiga hacia España.

Milagros continuó pagando a la mara un asfixiante “impuesto de guerra” por tener abierto su negocio. Hasta que en 2014, cuando su siguiente hija cumplió 11 años, un chico de la pandilla empezó a insistirle para que fuera su novia. Tenía tanto miedo que dejó de ir al colegio, donde las pandillas también imponen su ley de violencia e incluso asesinan profesores cuando se enfrentan a los alumnos que pertenecen a una pandilla.

Una noche dispararon a su casa, para luego trasladarles un mensaje claro: si la niña no era de él, no iba a ser de nadie. “No hay seguridad. No se puede denunciar. No se puede acudir a nadie porque es normal. Se ha vuelto normal la violencia”, lamenta Milagros. Esa noche decidió viajar a España y reunirse con su hija mayor.
Tras más de un año de acogida en España, le denegaron su solicitud de asilo, y con esa decisión se apoderó de ella el miedo a regresar a El Salvador, a que sus hijas volvieran a recibir amenazas, a la sombra de una violación en cada esquina, a la extorsión diaria… “A lo mejor no duraríamos ni dos días”, apunta.

Milagros recurrió la sentencia ante la Audiencia Nacional y el pasado septiembre, esta vez sí, obtuvo una resolución de asilo favorable. Con el apoyo de CEAR, ahora Milagros está volcada en estudiar un módulo que le permita sacar a su familia adelante y recuperar el tiempo junto a ellos que le arrebató la mara. Sus tres hijos también estudian. “El pequeño dice que quiere comprarme una casa y que yo ya no me ponga triste”.

Jonathan: “Tres pandilleros violaron a mi hija adolescente delante de mí”

Jonathan tiene todavía tanto miedo en el cuerpo que no quiere que se conozca ni de qué país de Centroamérica huyó hace más de una década. Mucho menos su nombre, o la ciudad de España donde ahora vive. ¿Profesión? Sector del transporte, responde de espaldas a cámara, con gorra y gafas de sol en un día nublado.

Su historia muestra hasta qué punto ‘el derecho de asilo cambia vidas’ no es una frase hecha. Escapó -sabiendo que era la única forma de salvar su vida- con su mujer y sus dos hijos a pie hasta EE.UU. Tras 7 años viviendo ahí, le llegó una orden de deportación, así que decidió ir a Canadá, donde le denegaron el asilo. Dice que “con la excusa de que ese problema de pandillas no es un problema de guerras, ni de religión ni de persecución política”. No le convenció el argumento de que las amenazas que él recibió no están recogidas en la Convención de Ginebra, porque “siempre son vidas las que se pierden”.

A los pocos días de tener que volver a su país, al ir a visitar la tumba de su madre, vivió una de las experiencias más dolorosas que nadie pueda imaginar: ver cómo violaban a su hija adolescente tres miembros de una pandilla. Con una pistola en la boca. Sabe que si hubiera opuesto resistencia, con toda seguridad ahora estarían muertos. Pero ni al hablar de que poco a poco ella lo va superando, de sus estudios o de sus sueños de futuro, parece sacudirse el remordimiento de encima.
Jonathan llegó a España en 2014 y tres años después fue denegada su solicitud de asilo. Ahora, con el permiso de residencia en el bolsillo gracias a la figura del arraigo, cuenta cómo le ha cambiado la vida, “porque dejamos de pensar que vamos a ser deportados y eso te hace por los menos dormir tranquilo y que lo poco que tienes para comer te caiga bien porque sabes que estás seguro”. Cualquier cosa con tal de no volver a su país, del que con razón, no quiere ni decir el nombre.

La guerra de las maras contra las mujeres (capítulo del libro escrito por Patricia Simón)

Las mujeres hemos crecido en todos los lugares del mundo conscientes de que en cualquier momento podría alcanzarnos el zarpazo final del patriarcado, ya fuese en forma de acoso callejero, violación o feminicidio; o todo junto, o en diferido, pero con el mismo final. Y siempre a manos de un hombre, y normalmente tras años de advertencias por parte de nuestras madres, vecinas y conocidas de que tengamos cuidado, que restrinjamos nuestro deambular a determinados lugares o espacios.

Para lo que aún no estamos preparadas y, esperemos que nunca lo estemos, es para que una madre tenga que entregar a una niña de 11 años –en un lugar y hora determinados– a un grupo de trece o dieciocho jóvenes para que la violen durante días; quién sabe si para que la asesinen. O para que la conviertan en su esclava sexual y delincuencial: para obligarla a cobrar las extorsiones a los vecinos, comerciantes y conductores del transporte público –ya que una niña sola es más difícilmente identificable como marera, y además no alcanza la edad mínima para ser juzgada–; para que transporte y venda droga, para que vigile a los niños y niñas en el colegio y les intimide, chantajee y acose para que también ellos y ellas ingresen en la mara; para usarlas, vaciarlas y desecharlas.

Porque la mara es una trituradora insaciable de vidas: el feminicidio es la principal causa de muerte entre las mujeres jóvenes del Triángulo Norte. Y la mayoría de estos asesinatos por violencia machista son cometidos por las maras como rito de iniciación o de transición a la etapa adulta, como castigo hacia la joven o hacia su entorno, como práctica coral para estrechar lazos entre los pandilleros o como manifestación de la deshumanización endemoniada por la que han escalado las maras.

El Comité de los Derechos del Niño y la Niña de las Naciones Unidas documentó 1.029 casos de violencia sexual contra niñas de entre 13 y 17 años en El Salvador sólo entre enero y agosto de 2017; la violación fue el delito más repetido: 769 casos.

La ONU identificó casos de niñas de hasta diez años que se quedaron embarazadas tras ser violadas por miembros de las maras. En un país donde el aborto es ilegal en todos los casos desde 1998, y hablar de derechos sexuales y reproductivos de las mujeres un tabú, no debería extrañar que la mayor causa de muerte entre las numerosas adolescentes embarazadas sea el suicidio. Cuando no las matan, las empujan a que sean ellas mismas quienes se maten, porque no hay asidero institucional al que agarrarse: el 90% de las violaciones denunciadas entre 2013 y 2016 quedaron impunes y estos sólo representan la punta de iceberg.

Estos porcentajes y estrategias feminicidas que las maras adoptan contra las mujeres se corresponden con las violencias sexuales machistas que afloran como arma de guerra en todo conflicto.

De niñas soldado a matrimonios forzados El reclutamiento forzoso de menores por parte de las maras debe entenderse desde el prisma del niño y niña soldado, un marco de análisis ya estudiado y aceptado en numerosos conflictos bélicos que permite recuperar la consciencia de que son menores a los que se les ha robado la infancia obligándoles a cometer todo tipo de ignominias que les quiebra su salud mental, su propia capacidad de dimensionar sus actuaciones y sus lazos personales y familiares. Volver a verlos desde este prisma favorece la búsqueda de una salida pacífica al contexto de violencia estructural que vive el Triángulo Norte, para la que tendrá que darse un proceso de justicia, verdad, reparación, pero también reconciliación, que será imposible mientras la sociedad sólo se alimente del discurso criminalizador y binario del ellos –los mareros delincuentes– versus el nosotros y nosotras –sus víctimas, la ciudadanía–.

Así pues, hay que entender que el proceso para reclutar a estas niñas soldado suele durar unos dos o tres años y que puede iniciarse cuando tienen siete u ocho. Durante esa primera etapa, se las trata como ‘simpatizantes’ de la mara y se les empieza a fidelizar mediante el encargo de pequeñas tareas.

Como hemos visto, es a partir de los once años cuando se les destina a la extorsión para, aproximadamente, un par de años después, obligarlas a pasar por el rito de ingreso – consistente en ser violada colectivamente o asesinar a quien se le pida–.
Muchas de las niñas que se embarcan en este proceso proceden de familias desestructuradas y/o empobrecidas, y llegan a la mara buscando amparo, un sentido de pertenencia, sustento económico –aunque diversos estudios apuntan a que sus integrantes no ven mejorar sustancialmente su calidad de vida– e, incluso, protección ante el avance en sus territorios de maras contrarias.

Pero si eres niña –muchas no llegan a la etapa adulta– supone también ser esclava sexual. A veces, mediante matrimonios forzosos con mareros, a los que quedarán sometidas incluso cuando éstos ingresen en prisión. La sospecha de infidelidad será castigada con su muerte a manos de los pandilleros encargados de vigilar el cumplimiento del código moral establecido por las maras. Otras veces, son explotadas sexualmente como una fuente más de ingresos para la clica.

El Salvador es uno de los países del mundo más peligrosos para ser niña o mujer: la violencia feminicida se ha duplicado en los últimos cinco años. De 217 asesinatos de mujeres en 2013 a 574 en 2017. Es una epidemia, como la ha catalogado la Organización Mundial de la Salud, que termina difuminándose entre los doce homicidios diarios que desangra este país de poco más de seis millones de habitantes, una población equivalente a la de la Comunidad de Madrid.

En diciembre de 2017, el periódico salvadoreño El Faro publicó el caso de un reconocido presentador de televisión y un empresario donante de uno de los dos principales partidos políticos que, junto a otros dos hombres, fueron declarados inocentes de prostituir a una menor de edad porque los tres jueces no creyeron que tuviese 13 años en el momento del delito. “Aparentaba ser toda una señorita”, adujeron.

Foto: archivo AmecoPress, cedidas por CEAR Madrid

Pies de foto: 1) Ilustración de Rami Abbas (ilustrador palestino que ha participado en el libro); 2) Milagros; 3) Jonathan


Sociedad – Libros – Refugiadas –Derechos humanos –Mujeres del mundo – Feminicidio. 21 mar. 19. AmecoPress

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