Diario de una desempleada
Madrid, 26 nov. 09. AmecoPress.- Esta mañana, como todas las mañanas, ha sonado el despertador a las cuatro y media. Con los ojos aún pegados por las legañas, he intentado incorporarme en la cama, pero las fuerzas me fallaban. Cinco minutos después he conseguido sentarme en el borde de la cama, deslizar los pies en las pantuflas y al cabo de medio minuto o así, he podido levantarme, arrastrar los pies hasta el lavabo y asearme vagamente.
Este mes no he podido reunir dinero suficiente para comprar una bombona de gas, y no está la temperatura como para una ducha fría. Después he emprendido la rutina de envolverme el cuerpo con un grueso vendaje (para evitar rozaduras), sobre éste la ropa de todos los días (la lavadora se me ha estropeado, los vaqueros y el jersey negro tienen que durarme por lo menos una semana más).
Me he acercado lentamente a la cocina, he abierto la nevera: un culo de leche agria, dos huevos y un resto de lechuga marchita constituían todo su contenido. He vuelto a cerrar la nevera con el estómago crujiendo de decepción y con la misma debilidad con que me había despertado. Reuniendo fuerzas, he empezado a ajustarme en brazos y piernas las botellas de plástico abiertas a lo largo, que son la mejor protección contra los golpes.
Después me he envuelto pecho y espalda con un grueso fajo de papel periódico; prefiero esas páginas color salmón donde una minoría de expertos en finanzas alinean para otra minoría aún menor cifras y cifras que les mantienen al tanto de las ping ü es ganancias que coronan sus especulaciones varias. Antes, cuando yo aún compraba periódicos (aquellos tiempos parecen ahora muy remotos) echaba directamente a la papelera esas páginas para no cargar con un peso inútil.
El culo, la pelvis y la tripa me los protejo de roces o intentos de pellizcos de los inevitables babosos y aprovechados con una gruesa y rígida faja que cuando murió mi abuela me encontré en uno de sus cajones, y que me llevé sin saber entonces muy bien para qué.
Ya “armada” para lo que me esperaba, y cabreada por el hambre y la frustración, en el pasillo he roto el tercer aviso de desahucio que he recibido del Juzgado por no pagar el alquiler: estoy decidida, cuando vengan a desalojarme, a parapetarme en la casa: prefiero morir bajo las balas de los geos que en la calle, de frío y de inanición ante la mirada impasible de todos....
En la calle, el tráfico de corredores ya empezaba a ser algo denso, pese a la hora muy temprana. He echado a correr yo también, esquivando los bultos de los sin techo tendidos en las aceras y los escasos vehículos blindados que a esa hora circulan.
Todavía no son muchos los jefes de empresas que gustan de acudir a sus fábricas y oficinas antes que los capataces para hacer uso los primeros del inefable látigo; luego son relevados en esa necesaria tarea por los ya mencionados capataces tras la ritual ceremonia del besamanos: todos los trabajadores en fila van uno tras otro agradeciendo al patrón su excelsa magnanimidad por proporcionarles un puesto de trabajo. Aquellos que han conseguido mantenerse en él más de tres meses son más profusos en babas que los que llevan apenas unas pocas semanas.
A medida que avanzaba por la calles se iba intensificando el gentío de corredores, todos ellos embutidos como yo en diversas formas de protección corporal, más o menos imaginativas y más o menos grotescas. Hay que ir preparada tanto contra los embates de los competidores como de los cachiporrazos de la policía si una se sale por poco que sea del perímetro marcado. Claro, que un día de estos voy a romper el cerco policial y liarme contra los propios policías: prefiero morir por una bala que como un perro en la calle, de hambre y de desesperación.
Por fin he llegado a la zona acordonada por la policía donde se agolpaban ya varios centenares de gesticulantes monigotes cómicamente engordados. Eran las seis. Me esperaban tres horas de empujones, golpes, patadas, codazos, pisotones (¡mierda! Se me olvidó protegerme los pies con cartones en los zapatos!), y puede que algún que otro mordisco hasta la apertura de las ansiadas puertas. De todos nosotros, sólo conseguirán franquearlas unos cuarenta aspirantes. Y la mayoría de ellos volverán al día siguiente porque no habrán tenido éxito en su suplicante demanda.
Sí, tres horas en que todos nos extenuamos por alcanzar antes que los demás las puertas de ese infierno, o de ese paraíso en la tierra, según el éxito obtenido: las anheladas puertas... no, no del ED É N, sino... del INEM.
Un día de estos me voy a hartar, me voy a saltar el cordón de la policía, voy a conseguir como sea una lata de gasolina... qué sé yo, antes morir por las balas de los geos que de inanición y frío en medio de la mugre de la calle y de la indiferencia general.
Foto: Archivo AmecoPress
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Estado Español – Opinión – Empleo y género. 26 nov. 09. AmecoPress